lunes, 31 de enero de 2011

Un niño yuntero beatificado por Pío XI


Nicolás María Alberca Torres se crió entre el terruño y la formación discontinua, se consagró a la causa franciscana, fue el antecesor del hermano Bonifacio y murió en la cuna de los Omeyas

MANUEL Alberca y María Valentina Torres, jornaleros, se habían casado en Aguilar el 1 de junio de 1812, según recoge el Libro 15 de Matrimonios de la Parroquia del Soterraño al Folio 268. Allí se irían acristianando sus diez hijos, entre quienes destacó Nicolás María, inscrito en el Libro 50 de Bautismos de aquella parroquia al Folio 150, siendo el oficiante Blas García Prieto. Era el final de la Década Ominosa de Fernando VII.

El domicilio de la familia estaba en el número 19 de la calle Sardina (ahora Mercaderes), donde nacen todos sus hijos; y un 10 de septiembre de 1830 Nicolás María. Ya en 1845 se habían trasladado al 25 de la calle Pintada, dirección que aparece como destino en las cartas.

Las profundas convicciones católicas de los padres, hicieron que el pequeño Nicolás fuese confirmado el 26 de julio de 1839 por el obispo Juan José Bonet y Orbe.

Su infancia, como la de tantos otros niños de clase humilde, transcurre trabajando con el padre en el campo. Siendo conocedores Manuel y Valentina de la valía del chiquillo, confiaron su educación al maestro Marcos Cosano, quien le instruyó en las primeras reglas y en el latín, hasta la desaparición de ésta y la otra escuela del pueblo, suceso del que se lamentaría más tarde Nicolás, según se recoge en la Semblanza espiritual que el doctor y profesor P. Juan Meseguer, o.f.m. (ordo fratum minorum) le hace en el santoral franciscano. Estos datos, la reproducción de sus cartas en la prensa de 1926, la memoria popular y el rastro en los archivos, permiten recomponer su vida, tan lejana en el tiempo. Y así, sabemos que fue un ser inteligente pero con pocos medios para cultivarse intelectualmente. Que las creencias de sus padres despertaron en él la aspiración de convertirse en sacerdote. Que, además de jornalero, trabajó en el comercio en Aguilar, pero los horarios de esta actividad lo hicieron volver al campo. Igualmente conocemos que de la numerosa prole, Nicolás y cinco hermanos más, abrazaron órdenes religiosas y que se escapó a las ermitas de Córdoba en donde estaba uno de ellos, Francisco.

De su personalidad, sentido común y grandeza de corazón, dan fe algunas de sus epístolas a la madre, a la que adoraba, como cuando opina acerca de un posible litigio a entablar por ella, advirtiéndole que el feliz desenlace de un pleito radica en la forma de plantearlo. Por el contrario, se defiende también en otro momento reclamando sus derechos con rotundidad: resultó exento del servicio militar pero el número anterior a él pretendió exonerarse de esta obligación so pretexto de estar cuidando a su abuelo. Nicolás descubrió que estos cuidados se producían como estrategia, y desenmascaró al quinto. Otros rasgos de su bondad se vislumbran al quedar huérfanos los hijos de una hermana suya, y pedirle encarecidamente a su madre que la familia acogiera a los sobrinos, a los que siempre tuvo muy presentes.

Conducido por su afán de formarse como fraile y siguiendo los consejos de la madre, se trasladó a Sevilla, al servicio de un sacerdote. Pero una sobrina del capellán se enamoró perdidamente de él y, al verse rechazada, sembró la discordia entre su tío y Nicolás, que se vio obligado a regresar a Aguilar y a las peonás diez meses después. Su siguiente salida sería hacia Córdoba, al noviciado del hospital de Jesús Nazareno, buscando una capellanía y ejerciendo de limosnero en la Campiña y la capital. En 1854 se marcha a Madrid y se instala, representando a los hermanos de este hospital, en el número 2 de la calle San Justo. Allí permanece hasta el 14 de julio de 1856, en que toma los hábitos franciscanos en el municipio de Priego (Cuenca).

El 27 de febrero de 1858 logra por fin su sueño de ordenarse sacerdote. El día de San José del mismo año, las campanas de Aguilar anunciaban su primera misa; la madre llevaría a la Virgen de la Antigua la cinta con la que le ungieron y visitó a Jesús Nazareno, imágenes que veneraba.

Con el hábito franciscano, que tanto había deseado, partió hacia Jafa (a las afueras de Tel Aviv), para consagrarse a otra gran pasión: las misiones. Había zarpado de Valencia el 12 de enero de 1859 y llegado a las costas del actual Israel un mes y medio después. Pronto se ganó la confianza de su comunidad y fue enviado a Damasco para estudiar árabe.

Estando en la capital de Siria, estalló la pugna entre cristiano-maronitas y drusos. El filósofo, teólogo y ex emir de Argelia Abd el-Kader le ofreció protección pero los misioneros la rechazaron confiados en la fortaleza de los muros de su cenobio. No contaron con la traición de un sirviente, que facilitó el acceso de los asaltantes a través de un pasadizo ignorado por los religiosos. Murió acribillado, junto a siete compañeros franciscanos más, en la noche del 9 al 10 de julio de 1860. No llegó a cumplir los 30 años. Sus restos quedaron para siempre en Damasco.

En la prensa de 1926 se reproducen algunas cartas a su madre. Lo reconocen ya como Beato Nicolás María Alberca, contradiciendo a las fuentes que fechan su beatificación en ese año unas, y otras en 1929; por lo que parece más acertado el dato que apunta al 10 de octubre de 1922, como el día en que Pio XI lo reconoció como tal. Actualmente está en proceso de canonización.

El Día de Córdoba

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