viernes, 7 de enero de 2011

Homilía de José Rodríguez Carballo, ministro general de los Franciscanos, en la fiesta Epifanía


Basílica del Aracoeli de Roma, 6 de enero de 2011

Queridos, ¡que el Señor os dé la paz!: Sed todos bienvenidos a esta solemne celebración de la Epifanía del Señor, en esta Basílica de Aracoeli, tan ligada a la historia de Roma y a la de la Orden de Frailes Menores. Saludo respetuosa y fraternamente al Cardenal Titular de esta Basílica, Su Eminencia Reverendísima Cardenal Salvatore de Giorgi, así como al Honorable Gianni Alemanno, Alcalde de nuestra ciudad de Roma.

Os saludo fraternamente también a todos vosotros, queridos amigos, que perpetuando esta larga tradición romana, os acercáis hoy a venerar al Niño de Aracoeli. Finalmente, un especial abrazo, a todos los niños aquí presentes. Ojala sea esta ocasión, el inicio del encuentro con Aquél que viene a salvarnos y quiere establecer su morada en cada hombre y mujer. Que el Niño de Belén, como gustaba llamarlo el Seráfico Padre San Francisco, os colme de toda bendición en el año 2011, apenas iniciado.

Con la Epifanía alcanzamos un momento importante de las fiestas navideñas, celebraciones que se concluirán el domingo próximo con la fiesta del Bautismo del Señor. El Señor que en la noche de Navidad se ha manifestado al pueblo de Israel en la persona de los pastores, hoy se manifiesta a los gentiles gracias a los Magos llegados de Oriente. De esta forma, Jesús, como lo había llamado el Ángel antes de su concepción en el seno virginal de María, su madre (cf. Lc 2,21); el Salvador, como fue anunciado a los pastores mientras velaban guardando su rebaño (cf. Lc 2, 8.11); se manifiesta tanto a los cercanos como a los lejanos (cf. Ef 2,17). Precisamente las fiestas de la Navidad nos anuncian esta Buena Noticia: también aquellos que estaban excluidos del derecho de ciudadanía en Israel, extranjeros y extraños a la alianza prometida (cf. Ef 2,12), ahora se acercan como vecinos, pues a ninguno se le cierra de antemano la posibilidad de ser salvado. Si todos habíamos pecado y estábamos bajo el dominio del pecado, ahora, se ha manifestado la justicia de Dios que, mediante la fe en Cristo Jesús, justifica tanto a los judíos como a los paganos (cf. Rm 1.2.3). A partir de entonces, también los gentiles han sido llamados, en Cristo Jesús, a participar de la misma herencia, a formar parte del mismo cuerpo, y a participar de las promesas por medio del Evangelio (cf. Ef 3,6). A todos, judíos y paganos, se dirige la invitación del profeta Isaías: “¡Levántate, resplandece, porque llega tu luz y la gloria del Señor brilla sobre ti!” (Is 60,1). En Cristo Jesús, de hecho, todos hemos sido bendecidos (cf. Ef 1,3).

Alcanza así su culmen, el camino de Dios hacia el hombre y del hombre hacia Dios un camino de búsqueda y encuentro recíproco.

La búsqueda por parte de Dios del hombre, tiene su inicio cuando el hombre decide romper los lazos de amistad con el Creador, en el momento del pecado: “Adán, ¿dónde estás?” (Gn 3,9). Dios, amando con amor eterno (cf. Jr 31,3) no quiere la separación del hombre, sino su amistad, y es por esto que lo busca. A esta voluntad divina, el hombre, no corresponde en un primer momento. Pero Dios, no deja de buscar al hombre, sino que de muchas formas y de diversas maneras, por medio de sus profetas (cf. Hb 1,1), hace escuchar su llamada amorosa: “Volved a mí, de todo corazón” y así “seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios”. Pero no contento con manifestar sólo su deseo, “cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la Ley, para redimir a os que estaban sometidos a la Ley y hacernos hijos adoptivos” (Gal 4,4-5). En el Enmanuel, Dios-con-nosotros, Dios se encuentra definitivamente con el hombre.

Por su parte, el hombre, como afirma el salmista, no olvida jamás el deseo profundo de encontrarse de nuevo con su Creador: “¡mi alma tiene sed de ti!” Como expresa, uno de los más grandes buscadores de Dios, San Agustín: el hombre, que ha sido creado por Dios, no encontrará la paz sino descansando en él. Este encuentro del hombre con Dios y de Dios con el hombre, acontece en la persona de Jesús, el Verbo hecho hombre (cf. Jn 1,14). Contemplando este misterio de amor, comprendemos cuanta razón tenía el Apóstol al afirmar que somos queridos por Dios, o con otras palabras, amados por Dios (cf. 1Jn 5,14), hasta el punto de convertirnos en sus propios hijos (cf. Jn 1,12).

Llegados a este punto, es necesario tomar conciencia de una cosa: mientras el deseo de Dios de encontrar al hombre no decaerá jamás, el deseo del hombre de encontrar a Dios sí puede debilitarse. Nos lo recuerda el Prólogo del Evangelio de San Juan que escuchamos el día de Navidad: “La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron (…) Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron”. (Jn 1,5.10-11). Lo recuerda también la página del Evangelio de esta celebración. Junto a los Magos, que se ponen en camino para encontrar y adorar “al rey de los Judíos que acaba de nacer”, está Herodes, que se queda desconcertado y “con él toda Jerusalén” (Mt 2,2-3). Esta es nuestra gran responsabilidad: ante un Dios que busca constantemente al hombre, podemos abrir nuestro corazón, nuestra casa para acogerlo, o podemos rechazarlo, como hicieron los habitantes de Belén, cuando José y María subieron a la ciudad de David para inscribirse en el censo ordenado por Cesar Augusto (cf. Lc 2,7).

Queridos hermanos y hermanas, también para nosotros ha llegado el momento de buscar ardientemente a Jesús, como los pastores, que se pusieron en camino sin dudarlo (Lc 2,16); como los Magos, que no ahorraron dificultades, para alcanzar al recién nacido y adorarlo (cf. Mt 2, 2); como tantos hombres y mujeres de todos los tiempos que, encontrando a Jesús, le abren el cofre de su corazón y se donan totalmente a Aquél, que librará al pobre que suplica y al humilde que está desamparado. Tendrá compasión del débil y del pobre, y salvará la vida de los indigentes (cf. Sal 72).

También nosotros, que lo hemos conocido por la fe (cf. Colecta), somos llamados, como los Magos, a ponernos en camino para encontrarlo constantemente, asumiendo la fatiga del camino –el camino de la fe no es fácil para ninguno-, es un camino lleno de fascinación y de miedos, de deseos y de dudas, de esperanzas y de incertidumbres, bajo la guía de una estrella que aparece y desaparece. Si permanecemos inmóviles seremos como Herodes, que quiere matarlo, o como los escribas y sacerdotes, cuyo saber sólo sirve para ayudar con sus indicaciones a quien lo quiere matar. Afirma S. Agustín “el alma está más presente donde ama que en el cuerpo que anima”. El camino de los Magos es el camino del amor que, a través de la búsqueda de la inteligencia y la revelación, la alegría y la adoración, alcanza el don de sí mismo.

La Epifanía, también es la fiesta de la misión universal. Quien encuentra al Señor no lo puede retener para sí. Su vida cambia. Después del encuentro con el “rey de los Judíos”, los Magos volverán por otro camino (cf. Mt 1,12), signo de su conversión interior, que les lleva a recorrer caminos nuevos, porque son personas nuevas. Como en el caso de los Magos, también nuestra vida cambiará con el encuentro con Jesús y seremos capaces de tomar otros caminos, dando testimonio de cuanto hemos visto con nuestros ojos, tocado con nuestras manos, de cuanto hemos oído (cf. 1Jn 1,1-2). La Epifanía nos indica este itinerario misionero: ver la estrella, para esto es necesario estar en disposición de búsqueda como mendicantes de sentido; ponerse en camino con coraje, sin tener miedo a las dificultades que puedan surgir; dejar que nuestro corazón se llene de gozo, para ello es necesario tener sed de plenitud; abrir nuestros cofres, que para Mateo son nuestros corazones (cf. Mt 6,21), para ofrecer al Señor lo que tenemos (oro), nuestros deseos (incienso) y nuestras necesidades (mirra); es decir, para ofrecerle lo que somos y lo que tenemos. Es así como Dios nace en el hombre y el hombre en Dios; testimoniar con la vida y con nuestras palabras, que sólo Él es el Salvador, Aquél que pastoreará a todos los pueblos de la tierra (cf. Mi 5,1).

Hermanos y hermanas, quedémonos con estas preguntas:

¿Estamos dispuestos a ponernos en camino para encontrar también nosotros al Rey de los Judíos, asumiendo las actitudes propias de quien se pone en camino, desnudándonos de sí mismos, no temiendo las dificultades, acogiendo la novedad del Señor?

¿Qué estrellas veo en mi vida?

¿Cómo puedo ser estrella para los demás?


Fr. José Rodríguez Carballo, ofm
Ministro general OFM

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