Comunión y Testimonio: el diálogo no tiene alternativa
Santidad, Eminencias, Beatitudes, Excelencias, Hermanos y Hermanas: En mi relación, me referiré al tema central del Sínodo: Comunión y testimonio, y a diversos números del Instrumentum Laboris del Sínodo. “Surge de Occidente y llega hasta el Oriente”, así se expresa un antiguo Oficio litúrgico escrito en italiano y griego en honor de san Francisco de Asís.
El mundo cristiano y el mundo islámico estaban profundamente enfrentados. En contexto de cruzada, san Francisco parte para Oriente, no va contra (expresión usada para captar voluntarios para las cruzadas), sino in mezzo a, inter, como él mismo dice en su Regla (1Regla 16, 5). No va con las armas, ni movido por el afán de conquista, sino con la firme voluntad de encontrarse con el otro, el distinto y, en aquel contexto, con el enemigo.
Antes del encuentro con el Sultán, Malik al Kamil, el Poverello había intentado persuadir a los cristianos de que no diesen batalla, prediciendo la derrota. Todo fue en vano. Ninguno le escucha. Francisco sale del campamento cruzado y se dirige a Damietta. Era el año 1218. Allí tiene lugar el encuentro. Es el encuentro entre dos creyentes. Las barreras han caído y los prejuicios también. En su lugar se levanta el puente del diálogo y del respeto. Y lo que no lograron las armas lo logra el testimonio humilde del cristiano Francisco, pues como tal se presenta.
Desde entonces nosotros, los “frailes de la cuerda”, así son conocidos en Oriente Medio los franciscanos, podrán permanecer en aquella tierra, sin interrupción, por un plan de la Providencia y por voluntad de la Sede Apostólica; no sin persecuciones, como el mismo Señor lo anuncia y como lo demuestran tantos mártires a través de los siglos, construyendo puentes de encuentro, y derribando los muros de los prejuicios y de los fundamentalismos. Lo hacemos con los hermanos de otras confesiones cristianas, entre otras formas, compartiendo el mismo techo y los mismos lugares de culto, en el Santo Sepulcro y en Belén. Lo hacemos con los seguidores del Islam, particularmente en nuestras escuelas, en muchas de las cuales la mayoría de los alumnos son musulmanes, y en numerosas obras sociales, donde acogemos a todos, sin distinción de credo. En ambos casos es el “diálogo de la vida”, no siempre fácil, pero, a la larga, siempre el más fructífero. Lo hacemos con los hebreos, especialmente a través del estudio de las Sagradas Escrituras en la Facultad de Ciencias Bíblicas y Arqueología de Jerusalén. Es el diálogo bíblico y teológico, tan importante en aquella región y particularmente en Jerusalén. Al mismo tiempo custodiamos los lugares santos en nombre de la Iglesia Católica y cuidamos las “piedras vivas” de los fieles a nosotros confiados.
Esta es la vocación de los hijos del Poverello, uno de los carismas de nuestra Orden (Juan Pablo II); ésta es la vocación de la Iglesia, particularmente en la tierra regada con la sangre del Redentor. El diálogo, hecho encuentro, no tiene alternativa, tiene alternativas en las relaciones con otras comunidades cristianas: diálogo ecuménico, con las cuales el diálogo se basa en la escucha y el respeto recíproco; en las relaciones con el Judaísmo y el Islam: el diálogo interreligioso, que pasa por el reconocimiento de los bienes espirituales y morales que existen en dichas religiones (cf. NA 2), pero, según la metodología propuesta por san Francisco en su Regla, este diálogo también pasa necesariamente por la confesión de la propia fe, sin sincretismos ni relativismos, con mucha humildad y sin promover disputas, confesando con la vida en todo momento la fe cristiana y, cuando agradase al Señor, también con la palabra (cf. 1Regla 16. 6-7). El diálogo tampoco tiene alternativas en relación con todo proceso de paz para la región. En este caso los cristianos, situándonos super partes, buscando siempre el respeto de la justicia y de los derechos de todos, particularmente de las minorías. No podemos ser ignorados en este proceso, aunque seamos minoría, ni tampoco podemos callarnos, aun cuando tengamos la impresión de que nadie nos escucha.
Si esto es válido para todo Medio Oriente, lo es en modo particular para Tierra Santa y para Jerusalén. Ésta, de ciudad conflictiva por excelencia, debe llegar a ser la “ciudad de la alianza” entre los pueblos y las religiones, el corazón del diálogo interreligioso, y no sólo por ser un microcosmos del universo y por su situación geográfica – en Asia, en el cruce del Mediterráneo, de África, y del Occidente-, sino por ser el ombligo teológico del mundo y por su gran significado teológico para el Judaísmo, el Cristianismo y el Islam. Esto que parece un sueño podrá ser una bella y mesiánica realidad si recordamos que la vocación que la Ciudad Santa tiene en la Biblia es la de ser madre de todos los pueblos, no la amante de un solo pueblo. En cualquier caso el diálogo, sin renunciar a la propia identidad, tiende a ensanchar el propio horizonte hasta el punto de comprender el horizonte del otro.
“Paz y justicia se abrazarán”, canta el salmo 85. La reconciliación será posible sólo si cada uno de los pretendientes perdona y abandona la pretensión de ser el único amante. Este es el precio a pagar por la paz. “Entre tú y yo no haya disputas”, leemos en la Sagrada Escritura. ¿Por qué los hijos de Abraham olvidan la capacidad de sus padres? La paz y la vida prometidas a Jerusalén llaman a la puerta de judíos, cristianos y musulmanes. Es el momento de acoger al Dios paz, al Adonai Shalom.
“Bienaventurados los constructores de paz” (Mt 5, 9). Para nosotros cristianos, particularmente los que habitan en Tierra Santa y, más concretamente, en Jerusalén, es el momento de trabajar incansablemente por la paz, siendo puentes entre el mundo hebraico y el mundo musulmán. Pero esta vocación, de por sí muy difícil, sólo será posible si los cristianos sabremos mantener nuestra propia identidad, y en la medida en que trabajemos para reencontrar la unidad perdida de todos los seguidores del Señor Jesús: Sin comunión no hay testimonio (Benedicto XVI).
Una última consideración. Por lo que puedo conocer del Medio Oriente, estoy plenamente convencido que es urgente ayudar a los cristianos a reforzar su identidad de discípulos y misioneros, y, por lo tanto, se hace necesaria una nueva evangelización que ponga el Evangelio en el centro de la vida de cuantos creen en Cristo. En este contexto hago cuatro propuestas:
1.- Se elabore un catecismo único para todos los católicos de Oriente Medio.
2.- Se lleven a cabo iniciativas concreta para una formación adecuada a las exigencias de la nueva evangelización y de la situación particular del Medio Oriente, para todos los agentes de pastoral: sacerdotes, religiosos y laicos.
3.- En continuidad con el año paulino, se celebre un año dedicado a san Juan en todas las Iglesias de Oriente Medio, a ser posible con los hermanos de las Iglesias no católicas.
5.- Se potencien los estudios bíblicos, especialmente a través de los tres Institutos Bíblicos ya presentes en Jerusalén: La Facultad de Ciencias Bíblicas y de Arqueología, de los Franciscanos, L’Ecole Biblique, de los Dominicos, y el Instituto Bíblico, de los Jesuitas.
Deseo, concluyendo, que ante la constante disminución de los cristianos en Tierra Santa, este Sínodo proclame una palabra de aliento a las comunidades cristianas y particularmente católicas en aquellas tierras, de modo que no se sientan solos, gracias a la solidaridad a favor de la Iglesia madre de Jerusalén. Sea el Sínodo una ocasión propicia para potenciar con fuerza el diálogo ecuménico e interreligioso. Salga de todos los Padres Sinodales una intensa y confiada oración por la paz en Medio Oriente y en Jerusalén. Salga de este Sínodo una llamada urgente a cuantos tienen en sus manos el destino de los pueblos del Medio Oriente y, particularmente, de Tierra Santa para que escuchen el grito de tantos hombres y mujeres de buena voluntad que claman por la paz, en el respeto de la justicia.
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