jueves, 16 de diciembre de 2010

Cuento de Navidad: Jesulín de Sor Angélica


Cuentan que unas religiosas clarisas de un convento de una villa gallega tenían la costumbre que una de ellas por turno de antigüedad debía preparar y adornar el misterio del nacimiento del niño Jesús en el pesebre y gruta de Belén para presentarlo y ofrecerlo a la adoración de los fieles en la misa del Gallo de Navidad y en las demás eucaristías a lo largo del tiempo litúrgico navideño.
Escrito por José Barros Guede
Ecclesia Digital

Vivía en este convento sor Angélica, joven y hermosa religiosa profesa. A sus veinte años había dejado la casa paterna contra la voluntad de sus queridos y ricos padres, quienes se resistieron a que su hija sepultase su juventud y belleza en el claustro de un convento, y abandonase el mundo donde todo le halagaba y sonreía. En sus siete años de vida religiosa conventual, sor Angélica acostumbraba decirle a sus compañeras: “Cuando me toque a mí preparar y adornar el misterio del nacimiento del niño Jesús, verán qué precioso lo pongo”.

Ocurrió que, por fin, le llegó el turno de prepararlo y adornarlo. Durante todo el adviento de preparación y esperanza para el día 25 de Navidad, sor Angélica, prepara, confecciona y plancha sus preciosos vestidos y sus pañales bordados y calados sintiendo un profundo e inexplicable gozo pensando cómo vestirle, cómo depositarle en el pesebre, cómo adornar la gruta, cómo verle, admirarle y adorarle.

Llegada la víspera de Navidad, sor Angélica, por la tarde, muy alegre y contenta por haber llegado el día y hora, adorna cuidadosamente el pesebre y la gruta. Con delicado amor viste al niño Jesús con la ropa que ella misma primorosamente había confeccionado, le coloca sobre los pañales, esparce unas rosas y unas violetas a sus pies que ella había recogido en el jardín del convento. Fijamente le mira y ardientemente le besa en las mejillas como si hubiera nacido de sus entrañas.

Las demás religiosas de la comunidad de clarisas, el día 24 por la tarde, siguiendo una vieja costumbre visitan y contemplan el misterio del nacimiento del niño Jesús en el pesebre y gruta de Belén que sor Angélica habia preparado con tanto amor y cuidado. Unas, las más ilustradas y bondadosas, lo encuentran precioso y muy maternal respirando amor y paz, mientras que otras, las más celosas y picaronas, murmuran diciendo que peca de ternura maternal.

Sor Ángela que había escuchado las alabanzas de unas y las críticas de otras, silenciosa sube a su celda donde le embarga profundamente la tristeza, no por la opinión negativa de ciertas religiosas, sino por el instinto y el deseo de ser madre que la contemplación del niño Jesús en su pesebre y gruta de Belén le había despertado. Era tan fuerte que ella, hija única, llora amargamente sintiendo el amor de sus padres y piensa en la alegría y satisfacción que ellos tendrían si pudieran ver y tener un nieto suyo, carne de sus carnes.

Entonces, sor Angélica medita dejar el convento y romper sus votos de obediencia, pobreza y castidad para dar cumplimiento a sus deseos de ser madre y dar a sus queridos y buenos padres un nieto que le alegrara los días de su vejez. Estando en estos pensamientos recapacita diciéndose: “expondré mis deseos y la necesidad de ser madre al niño Jesús en su pesebre y gruta de Belén durante la misa del Gallo de Navidad”.

Llegada las doce de la Nochebuena del día 25 de Navidad, sor Angélica primorosamente vestida con su mejor hábito de religiosa clarisa participa sonriente y alegre en la misa del Gallo rezando y cantando al niño Jesús en su gruta y pesebre de Belén en compañía de sus buenas compañeras religiosas y mirándole amorosamente como fuera su madre.

Entonces, el niño Jesús, hecho carne y animado, desde su pesebre y gruta le sonríe diciéndole: “Sor Angélica, yo soy tu hijo, Jesulín, que tanto deseas, necesitas y quieres, aquí me tienes como hijo de tus entrañas, pues he nacido para que seáis felices tú, tus padres, tus hermanas religiosas clarisas y todas las personas de buena voluntad que aman”.

Sor Angélica, al oír tan bellas y tiernas palabras, se siente madre y queda encantada y muy contenta. Recobra el espíritu y la fuerza de la fe cristiana con la que había ingresado en el convento. Renueva sus votos religiosos de obediencia, pobreza y castidad. En adelante, será un modelo de virtud y santidad a lo largo de su vida de religiosa, muriendo en olor de santidad y dejando entre sus compañeras una feliz memoria y un recuerdo inolvidable de una mujer religiosa, bondadosa y amable, que todavía hoy perdura entre las religiosas clarisas de dicho convento, a pesar de haber transcurrido los años.

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